miércoles, 31 de enero de 2007

Era de noche y terminaba de llover, la pálida luz del alumbrado público reverberaba en todos los charcos formados dentro de los numerosos baches, el viento ululaba entre las altas ramas de los pinos cipreses y eucaliptos; la gente que se protegía de la lluvia en los negocios y casas, comenzó a salir y rápidamente se formó un caos de lodo, bocinazos y tropezones.

Fumarola llegó a las faldas del cerro, sus compañeros vendían alguna droga a un grupo con apariencia de extranjeros, los clientes estaban nerviosos y vieron con temor la llegada de Fumarola, los invitaron a subir a ver el eclipse, no aceptaron, se alejaron rápidamente.

Comenzaron el ascenso, a tan sólo unos metros, ya no había indicios del tumulto recién pasado, la vereda estaba solitaria, las luces se encendían y se apagaban según la actitud ante el miedo que tuviera quien los descubriera. La perspectiva comenzaba a cambiar, se alargaba la distancia respecto al horizonte, se veía nítidamente la alumbrada y sucia ciudad. El fumarola pensaba en que generalmente por cada foco encendido hay una persona, era como una manifestación visible de las almas, como en las caricaturas cristianas que veía de niño. Pero allá estaban ellos todos encerrados, todos con precaución, con miedo, Fumarola no tenía miedo, él era una causa de aquel en esta tierra de enemigos gratuitos y criminales impunes. Por un momento se sintió superior y menospreció a toda esa gente decepcionada de la vida pero con miedo a la muerte y le invadió un chispazo de satisfacción que surgió, calentó y se extinguió rápidamente. Encendió un cigarro, tenía deseos de su propia luz.

Llegaron a la cima, el cielo estaba nublado, decidieron esperar. Uno de los 3 extrajo su celular y dijo que llamaría a una traida. La presencia de un celular en aquel lugar pareció fascinar a Fumarola, le fascinó esa migaja de industrialización y tecnología en un casi ininterrumpido escenario de pobreza. Pensó que si hubieran accedido a subir con ellos los extranjeros probablemente le hubieran fotografiado, aunque no sin ciertos residuos de temor ya que les habían dicho que acá se linchaba a la gente por eso.

Después de una buena espera y ante la insistencia de la nubosa rebeldía acordaron descender. En el primer recodo se toparon con una ancianita a la que observaron perplejos. Detrás de la vieja venían varios perros que no habían visto aún. Al verlos surgió en ellos un estremecimiento instantáneo que se vio rematado por un sorpresivo pitido que inesperadamente profería la vieja, con una asombrosa potencia. Ellos conocían la utilidad del silbato, era un método para alertar sobre los asaltos pero no sabían que los vecinos de acá ya se habían organizado. Los jauría les atacó y en cuestión de un minuto les dejaron jironados y lacerados; cuando los perros empezaban a cejar su ferocidad llego el relevo con la figura de vecinos bien provistos de palos y chicotes. Los vecinos descargaron sus resentimientos sobre esos tres cholos, después de golpearlos les sermonearon, luego, cansados de ambas cosas, se retiraron dejándoles agónicos y tumbados.

Dolido, Fumarola se volteó y vio perderse entre las sinuosidades del pétreo laberinto las últimas figuras de sus justicieros. Se abandono al reposo y le brotó el deseo de nicotina. Se palpó los bolsillos pero lo habían limpiado. Suspiró. En el cielo se desplazaba una nube develando una ausencia.

1 comentario:

Mercedes dijo...

pq la violencia luego del momento sublime entre el ser humano y la eternidad celeste?
salu2!