Supe que mentía cuando vi que sus manos estaban limpias. Me abordó de forma inadvertida en la gasolinera de la salida Sur de Quetzaltenango. Me dijo que lo habían asaltado, que era lustrador, que le habían robado hasta su caja de lustre, que debía presentarse a su casa con 50 quetzales o su padre lo golpearía. Lo más probable es que me mintiera pero esas manos sin betún me parecieron menos importantes que la angustia casi palpable que se le dibujaba en el rostro. Lo analice rápidamente: indudablemente pobre; tenía el rostro de un niño de 7 años pero el tamaño de uno de 5: desnutrición; moreno, tenía un acento como de letanía y aunque de correcta dicción tenía dificultad con el uso de los pronombres: indígena; tenía también un abdomen distendido y ruidoso: parasitismo. En fin, pensé, todas esas cosas que supuestamente están en la agenda del gobierno pero que nunca llegan a ponerle rostro. Le pregunté que cuánto le hacía falta y me respondió que Q.20. Se los di y le ofrecí llevarlo a casa. Me dijo que vivía del otro lado, no sabía el nombre del barrio ni la calle, que era el camino que lleva al volcán Santa María. –No es un buen lugar para ir de noche –pensé. Igual arranqué y al pasar por un restaurante iba a preguntarle si había comido algo, reparé al instante en lo estúpido de la pregunta. Sin preguntarle decidí comprar una cajita feliz. Con tanto niño maltratado en el hospital me di cuenta de que la actitud que muestran los niños ante la vida puede valorarse con la reacción ante un juguete. Es difícil explicar la alegría que se ve en los ojos de un triste. Es algo así como un brillo afelpado. No olvidaré que me preguntó si el juguete también se comía. Con esfuerzo logré reprimir el deseo de imaginar sus navidades. La casa no estaba tan lejos como imaginé, estaba a la orilla de un cerro, supuse que sería un terreno invadido. La construcción era de madera y de lámina. Había un pantalón con restos de concreto y una paleta de albañil que delataban el oficio del padre. Imaginé la contundencia de sus golpes. A manera de despedida le pregunté que qué haría mañana. –Lo mismo de siempre –dijo alzando los hombres y caminando a su casa con aire retraído. Y yo, que de forma ridícula había creído que aquel niño renovaría su fe en la humanidad, que analizaría su vida, que regresaría o iría por primera vez a la escuela, en fin, que de alguna manera dejaría una huella permanente en su vida, hube de reconocer que habría respondido de idéntica manera.
(Fotografía: Eny Hernández)