lunes, 25 de agosto de 2008

Utopia de un hombre que está cansado




Por fin he llegado. Es una de esas casas antañonas del centro cuya centricidad no les rescata del abandono ni les niega el escondite. Me produce una grata sorpresa el que la casa carezca de timbre y que el salitre se acumule de forma tan generosa. Toco la puerta y nadie responde, repito la operación y somato la aldaba con gran fuerza. Momentos después se oye el dificultoso correr de un, supongo, cerrojo oxidado.
Empujo la puerta que rechina como gato despechado. El señor me saluda y camina hacia su estudio. Las hojas del patio han sido arrojadas por el viento a cada rincón de la casa y su crujido me toma por sorpresa. –Se está muy solo por acá –le digo yo. – Siempre he sido clandestino, ahora soy marginal –me responde el hombre mientras entramos a su estudio.
– ¿Me mandó a llamar?
–Sí, vos querías verme –me responde.
Hurgo los rimeros de libros desparramados en toda la habitación; parece leer mi pensamiento, comenta: ¿Te sorprenden mis ediciones clandestinas, verdad? En ese tiempo no pude conseguir de otras. Supongo que son más bonitas ahora. Se reclina sobre el asiento y parece satisfecho de mi desconcierto.
–Los íconos socialistas son en mí un fetiche incorporado a mi compulsión consumista. –le contesté, mientras me apoyaba en el escritorio–.
–Decís bien. ¿En qué pensás ahora? –me pregunta, haciéndome, de nuevo, blanco de su atención.
–Pues que en realidad no sé qué vine a hacer acá.
–Yo lo sé, –replica– viniste a consolarte por no haber podido participar en la lucha, supongo que mi pobreza te resulta reconfortante.
–Usted no es tan pobre, de hecho creo que he venido a intentar robarle algo.
–¿Qué podrá ser?
–No lo sé con precisión–le respondo–; dignidad, ingenuidad. No sé. Es que nada me conmueve. He sido instruido sobre todo y no me importa nada.
–Te arrimás a mal árbol. Carezco de ambas. Las puse al servicio de la codicia y se malograron.
–¿Tiene algo para heredarme?
–No lo sé, –me responde– no soy bueno para las herencias. Quise dejarte un mundo mejor y no puede legarte ni las intenciones.
–Herédeme el desencanto.
–No puedo ayudarte. Para eso tendrías que haber sido hechizado. ¿Para qué lo querés, además?
–No lo sé, supongo que me gusta creer que tengo espíritu aventurero y me molesta esta sensación de sentir que mi vida transita como sobre rieles.
–En todo caso tenés que llegar por vos mismo. Lamento tener que despedirte pero es la hora del café y es mi momento de mayor intimidad.
–Pierda cuidado, –le dije– vine por mí y me voy por mi mismo.
–Saludos a tu mamá –se despide–.
–Como siempre. Nos vemos, papá.

domingo, 10 de agosto de 2008

La melancolia es el gusto de estar triste




Eres egoísta. Diviertes, agradas, tienes buen gusto. Pero cada uno de tus gestos oculta otro. No te decides nunca entre dos personas. Jamás me has contradicho, pero jamás has aprobado nada mío más que por condescendencia. A todo el mundo le gusta confiar secretos a un amigo, como agrada encerrar una cajita preciosa dentro de otra mayor; yo creo que tú no lo haces. Eres discreto, pero lo eres porque lo que les sucede a los demás no te importa. Debes de escribir únicamente a tu familia. Eres de lo que se enternecen más con las fotografías de sus amigos que con los amigos mismos. Quizá cojas mi retrato al acostarte y te lo lleves a los labios: la noche, que te emociona; el pensar que yo estoy sola en la vida; esa sonrisa que sirvió, como el inflamarse del magnesio, para alumbrar mi rostro tan serio, todo eso te inclina hacia mí. Pero en los egoístas la piedad es precisamente lo que reemplaza al amor.
JEAN GIRADOUX, LA ESCUELA DE LOS INDIFERENTES.

Uno de los mejores y menos conocidos libros que he leído. Ahora respecto al blog anterior debo de reconocer que creo que tiene que haber algo de egoísmo en esa incapacidad de no poder ver las cosas si no es desde la perspectiva que tengo al estar en mis propios zapatos (era acerca de la muerte de alguien que fue cercana, separados por el tiempo y la distancia); aunque creo que en rigor nadie puede hacerlo, quizás solo me conmueve más ver a las personas en fotos porque sirve para verificar (a través de esa forma de retrato) que se trata efectivamente de la misma persona; o quizá sea que nos resulte más fácil dejarnos seducir por la melancolía mientras vemos fotos viejas porque en ese entonces estamos recordándolos mientras que cuando sucede estamos demasiado ocupados simplemente viviendo nuestros futuros recuerdos.