Por fin he llegado. Es una de esas casas antañonas del centro cuya centricidad no les rescata del abandono ni les niega el escondite. Me produce una grata sorpresa el que la casa carezca de timbre y que el salitre se acumule de forma tan generosa. Toco la puerta y nadie responde, repito la operación y somato la aldaba con gran fuerza. Momentos después se oye el dificultoso correr de un, supongo, cerrojo oxidado.
Empujo la puerta que rechina como gato despechado. El señor me saluda y camina hacia su estudio. Las hojas del patio han sido arrojadas por el viento a cada rincón de la casa y su crujido me toma por sorpresa. –Se está muy solo por acá –le digo yo. – Siempre he sido clandestino, ahora soy marginal –me responde el hombre mientras entramos a su estudio.
– ¿Me mandó a llamar?
–Sí, vos querías verme –me responde.
Hurgo los rimeros de libros desparramados en toda la habitación; parece leer mi pensamiento, comenta: ¿Te sorprenden mis ediciones clandestinas, verdad? En ese tiempo no pude conseguir de otras. Supongo que son más bonitas ahora. Se reclina sobre el asiento y parece satisfecho de mi desconcierto.
–Los íconos socialistas son en mí un fetiche incorporado a mi compulsión consumista. –le contesté, mientras me apoyaba en el escritorio–.
–Decís bien. ¿En qué pensás ahora? –me pregunta, haciéndome, de nuevo, blanco de su atención.
–Pues que en realidad no sé qué vine a hacer acá.
–Yo lo sé, –replica– viniste a consolarte por no haber podido participar en la lucha, supongo que mi pobreza te resulta reconfortante.
–Usted no es tan pobre, de hecho creo que he venido a intentar robarle algo.
–¿Qué podrá ser?
–No lo sé con precisión–le respondo–; dignidad, ingenuidad. No sé. Es que nada me conmueve. He sido instruido sobre todo y no me importa nada.
–Te arrimás a mal árbol. Carezco de ambas. Las puse al servicio de la codicia y se malograron.
–¿Tiene algo para heredarme?
–No lo sé, –me responde– no soy bueno para las herencias. Quise dejarte un mundo mejor y no puede legarte ni las intenciones.
–Herédeme el desencanto.
–No puedo ayudarte. Para eso tendrías que haber sido hechizado. ¿Para qué lo querés, además?
–No lo sé, supongo que me gusta creer que tengo espíritu aventurero y me molesta esta sensación de sentir que mi vida transita como sobre rieles.
–En todo caso tenés que llegar por vos mismo. Lamento tener que despedirte pero es la hora del café y es mi momento de mayor intimidad.
–Pierda cuidado, –le dije– vine por mí y me voy por mi mismo.
–Saludos a tu mamá –se despide–.
–Como siempre. Nos vemos, papá.
Empujo la puerta que rechina como gato despechado. El señor me saluda y camina hacia su estudio. Las hojas del patio han sido arrojadas por el viento a cada rincón de la casa y su crujido me toma por sorpresa. –Se está muy solo por acá –le digo yo. – Siempre he sido clandestino, ahora soy marginal –me responde el hombre mientras entramos a su estudio.
– ¿Me mandó a llamar?
–Sí, vos querías verme –me responde.
Hurgo los rimeros de libros desparramados en toda la habitación; parece leer mi pensamiento, comenta: ¿Te sorprenden mis ediciones clandestinas, verdad? En ese tiempo no pude conseguir de otras. Supongo que son más bonitas ahora. Se reclina sobre el asiento y parece satisfecho de mi desconcierto.
–Los íconos socialistas son en mí un fetiche incorporado a mi compulsión consumista. –le contesté, mientras me apoyaba en el escritorio–.
–Decís bien. ¿En qué pensás ahora? –me pregunta, haciéndome, de nuevo, blanco de su atención.
–Pues que en realidad no sé qué vine a hacer acá.
–Yo lo sé, –replica– viniste a consolarte por no haber podido participar en la lucha, supongo que mi pobreza te resulta reconfortante.
–Usted no es tan pobre, de hecho creo que he venido a intentar robarle algo.
–¿Qué podrá ser?
–No lo sé con precisión–le respondo–; dignidad, ingenuidad. No sé. Es que nada me conmueve. He sido instruido sobre todo y no me importa nada.
–Te arrimás a mal árbol. Carezco de ambas. Las puse al servicio de la codicia y se malograron.
–¿Tiene algo para heredarme?
–No lo sé, –me responde– no soy bueno para las herencias. Quise dejarte un mundo mejor y no puede legarte ni las intenciones.
–Herédeme el desencanto.
–No puedo ayudarte. Para eso tendrías que haber sido hechizado. ¿Para qué lo querés, además?
–No lo sé, supongo que me gusta creer que tengo espíritu aventurero y me molesta esta sensación de sentir que mi vida transita como sobre rieles.
–En todo caso tenés que llegar por vos mismo. Lamento tener que despedirte pero es la hora del café y es mi momento de mayor intimidad.
–Pierda cuidado, –le dije– vine por mí y me voy por mi mismo.
–Saludos a tu mamá –se despide–.
–Como siempre. Nos vemos, papá.