No sospechamos a tiempo
que estos carriles invisibles
terminaban en un callejón sin salida
en un barrio de arquitectura improvisada
de matrimonios en crisis que
hacen la danza de las miradas esquivas
de adolescentes alegres
a los que el mundo se les escurre de las manos.
Creímos que la vida sería una película
donde nos seguiríamos adueñando de las carreteras en sus
horas desiertas
proveyéndonos de abundantes alegrías a precios
accesibles.
Que sería esa alegría inadvertida
que se estrellaba en la garganta como las olas en un
dique.
No nos dimos cuenta
de que la paciencia que no necesitábamos
se nos agotó esperando una plenitud que ya teníamos.
Empezamos a encontrarnos sin historias nuevas,
con el cansancio acumulado en la lengua.
No previmos este desfasado envejecimiento,
en las interminables noches solitarias,
ni en los rostros fluorescentes frente al televisor
y sus gestos perdidos sin destinatarios,
tampoco en las largas noches consumidos por los
remordimientos
como cigarrillos en una habitación mal iluminada.
Olvidamos el atardecer diáfano
en que confundimos la resignación con el optimismo
cuando los tropezones se volvieron caídas libres
cuando las mentiras dejaron de ser suficientes
hasta para cobijarnos a nosotros mismos.
Hoy es ese día de envidiar la alegría
desde la ventana.
Hoy es día de dejarnos aceptar el fracaso
como un cadáver puesto sobre el hormiguero.